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y quintas, situadas en lugares retirados, tienen una apariencia muy atractiva. El aspecto general de la vegetación es semejante al de Australia; quizá es algo más verde y alegre y más abundante el pasto que crece entre los árboles. Un día di un largo paseo a pie por el lado de la bahía opuesto a la ciudad; para llegar allá me embarqué en uno de los dos botes que constantemente van y vienen efectuando el transbordo. La maquinaria de uno de ellos se había construído enteramente en esta colonia, ¡a los treinta y tres años de haberse fundado! Otro día subí al monte Wellington; llevé conmigo un guía, porque fracasé en mi primer intento, a causa de la espesura del bosque. Sin embargo, tampoco esta segunda vez fuimos muy afortunados, porque el hombre del país que nos acompañaba era un estúpido, y nos condujo por el lado meridional y húmedo de la montaña, donde crecía una vegetación exuberante; de modo que el trabajo de la subida, por la multitud de troncos podridos, fué casi tan grande como el de trepar a una montaña en Tierra del Fuego o en Chiloe. Cinco horas y media de ruda brega nos costó el llegar a la cima. En muchas partes, los eucaliptos alcanzaban gran desarrollo, formando una magnífica selva. En algunas de las barrancas más húmedas prosperaban de un modo admirable los helechos arbóreos; vi uno que debía de medir lo menos 20 pies, de la base a las frondes, y cuya circunferencia era exactamente de seis pies. Las frondes, en forma de elegantes sombrillas, producían una sombra velada como la del anochecer. La cima de las montañas es ancha y plana, y se compone de enormes masas angulosas de piedra verde desnuda. Su altura es de 930 metros sobre el nivel del mar. El día era espléndidamente claro, y gozamos de una extensa vista: al Norte, el país parecía una aglomeración de montañas cubiertas de bosques, tan altas como la en que estábamos y con el mismo perfil sua-