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cap.
darwin: viaje del «beagle»

Sur. Por doquiera nos encontramos con un bosque abierto, cubierto en parte de una hierba fina con alguna apariencia de verdor. Casi todos los árboles pertenecen a una familia, y la mayoría tienen las hojas dispuestas en un plano vertical, en lugar de estar horizontales, como las de Europa; el follaje es escaso, de un peculiar verde pálido sin el menor lustre. De ahí que los bosques parezcan ralos y sin sombra, circunstancia poco favorable para el viajero cuando el sol de estío brilla abrasador, pero beneficiosa para la ganadería, porque de ese modo crece la hierba en todos los sitios soleados [1]. Las hojas no caen periódicamente, y este carácter puede considerarse común a todo el hemisferio meridional, a saber: Sudamérica, Australia y el Cabo de Buena Esperanza. Los habitantes de dicho hemisferio y de las regiones intertropicales se ven privados quizá de uno de los más hermosos espectáculos a que nuestros ojos están acostumbrados, cual es el primer brote del follaje en los árboles desnudos. Sin embargo, podrían objetarnos que bien lo pagamos con tener la tierra durante tantos meses poblada de áridos esqueletos. Sin duda, es cierto; pero nuestros sentidos hallan un exquisito placer en gozar del verdor primaveral, cosa desconocida en los trópicos, donde la vista se sacia en el transcurso del año contemplando la inmutable frondosidad de las selvas. El mayor número de árboles, con la excepción de algunos eucaliptos, no alcanzan gran tamaño, pero crecen a bastante altura y derechos, convenientemente separados unos de otros. La corteza de algunos eucaliptos se desprende anualmente, o pende muerta en largas


  1. La exacta descripción de Darwin coincide con el eucalipto, uno de los árboles más característicos—singularmente sus especies Eucalyptus globulus y E. regnans—de los bosques de Australia. Al presente, los eucaliptos, naturalizados en América y regiones mediterráneas, son ya bien conocidos.—Nota de la edición española.