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cap.
darwin: viaje del «beagle»

tas aparecen diseminadas a lo largo de la playa. A lo lejos, algunas casas de piedra, de dos y tres pisos, y varios molinos de viento que se alzan en el borde de una ribera, nos indican las cercanías de la capital de Australia [1].

Al fin anclamos dentro del abra de Sydney, que encontramos ocupada por muchos navíos de gran tonelaje y rodeada de almacenes. Por la tarde dí un paseo por la ciudad, y volví asombrado de todo lo que había visto. Es uno de los testimonios más magníficos del poder de la nación británica. Aquí, en un país de escasas promesas, algunas veintenas de años han hecho mucho más que otras tantas centurias en Sudamérica [2]. Me sentí dichoso de haber nacido inglés. Posteriormente, después de visitar la ciudad con mayor detenimiento, mi primera admiración decayó un poco; pero es, con todo, una hermosa ciudad. Las calles son regulares, anchas, limpias y conservadas en buen orden; las casas, de buenas dimensiones, y los comercios, abundantemente surtidos.

Puede compararse a Sydney con los grandes arrabales que hay en las cercanías de Londres y de otras grandes ciudades inglesas; pero ni en Londres ni en Birmingham hay apariencias de crecimiento tan rápido. El número de casas magníficas y de otros edificios recién terminados causa verdadero asombro, y, no obstante, todo el mundo se queja de los altos alquileres y de lo difícil que es procurarse casa. Llegado de Sudamérica, donde en las ciudades se conoce a los grandes propietarios, nada me sorprendió tanto como no poder averiguar desde luego a quién pertenecía este o aquel carruaje.


  1. Hoy los seis Estados primitivos de Australia forman una Confederación, con su peculiar gobierno parlamentario, que reside en Melbourne y no en Sydney.—N. del T.
  2. El censo de 1917 ha dado a Sydney 770.000 habitantes.—Nota de la edic. española.