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cap.
darwin: viaje del «beagle»

de las dos últimas autoridades era, a no dudarlo, inexacta, a saber: que los tahitianos se habían vuelto una raza sombría y vivían en el temor al misionero. De tal sentimiento no vi el menor rastro, a no ser que con la palabra miedo se signifique respeto. En lugar de dominar el descontento o la tristeza, sería difícil hallar en Europa multitudes de aspecto tan alegre y regocijado. Se condena como equivocada y estúpida la prohibición de la flauta y el baile, de acuerdo con el juicio formado sobre el modo de observarse el descanso semanal entre los presbiterianos. Sobre estos puntos no pretendo presentar mi dictamen contra el de hombres que han residido en nuestras islas tantos años como días estuve yo.

En general, me parece que la moralidad y religión de los habitantes merecen elogios. Hay muchos que combaten con más acrimonia que Kotzebue tanto a los misioneros como a su sistema y los efectos que produce. Los que así piensan nunca comparan el estado presente de la isla con el de hace veinte años, ni siquiera con el de Europa en el día de hoy; antes parecen tomar por tipo el elevado modelo de la perfección evangélica. Esperan que los misioneros consigan lo que los mismos apóstoles no consiguieron. Recrimínase a los misioneros por lo que el pueblo dista de la mencionada perfección, en lugar de aplaudirles por lo mucho que han logrado. Olvidan, o no quieren recordar, que los sacrificios humanos, el poder ilimitado de un sacerdote idólatra, la corrupción de costumbres en un grado sin semejante en el resto del mundo, el infanticidio como consecuencia de tal sistema, guerras sangrientas en que no se perdonaba la edad ni el sexo, son otros tantos males que han quedado abolidos, y que la deshonestidad, la intemperancia y la licencia han disminuido mucho con la introducción del cristianismo. Hacer caso omiso de todo esto arguye baja ingratitud en el viajero; porque si, por desgracia, le