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paso de la cordillera

sus frutas, y en realidad nada más floreciente que los viñedos y huertos de higos, melocotones y olivas. Compramos sandías dos veces más gruesas que la cabeza de un hombre, fresquísimas y de un delicioso dulzor, a medio penique una, y por tres peniques nos dieron medio carretón de melocotones. La parte cultivada y cercada de esta provincia es muy pequeña; no abarca una extensión mucho mayor de la que cruzamos entre Luján y la capital. La tierra, como en Chile, debe enteramente su fertilidad al riego artificial, y, en verdad, asombra ver lo extraordinariamente productiva que por tal procedimiento ha llegado a ser una región yerma y desolada.

El día siguiente le pasamos en Mendoza. La prosperidad de esta población ha declinado mucho en los últimos años. Los habitantes dicen que «Mendoza es buena para vivir en ella, pero mala para enriquecerse». La clase baja tiene los mismos hábitos de vagancia y maneras indiferentes que los gauchos de las Pampas, y su vestido, manera de montar y costumbres, son casi los mismos. En mi opinión, el aspecto de la ciudad es de estúpido abandono. Ni la ponderada alameda ni el paisaje son comparables con los de Santiago; pero para los que llegan a Mendoza procedentes de Buenos Aires, después de cruzar las monótonas y uniformes Pampas, forzosamente han de resultar deliciosos los jardines y huertos. Sir F. Head, hablando de los mendocinos, dice: «Comen al mediodía, y como hace tanto calor, se van a dormir la siesta»; ¿podrían hacer cosa mejor? Estoy de acuerdo con Sir F. Head: la gente de Mendoza ha nacido, por su buena estrella, para comer, dormir y estar ociosa.


29 de marzo.—Partimos para regresar a Chile por el paso de Uspallata, situado al norte de Mendoza. Tuvimos que cruzar una larga y muy estéril zona de 15 leguas. El suelo aparecía a trechos enteramente