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paso de la cordillera

nuras, relativamente húmedas y verdes, de Buenos Aires; las estériles llanuras de Mendoza y Patagonia se componen de un lecho de casquijo arenoso, arrasado y acumulado por las olas del mar, mientras que en las Pampas, cubiertas de cardos, trébol y hierba, deben su formación al antiguo estuario cenagoso del Plata.

Tras dos días de molesto viajar, reconfortó el ánimo la vista de lejanas hileras de álamos y sauces que crecían en torno del pueblo y río Luján. A poco de llegar aquí observamos al Sur una nube de bordes irregulares y color negro con matices pardorrojizos. Al principio creímos que era humo de una gran hoguera encendida en las llanuras; pero pronto nos cercioramos de que era una inmensa bandada de langostas. Volaban hacia el Norte, y, a favor de una ligera brisa, pasaron por encima de nosotros con una velocidad de 10 a 15 millas por hora. El grueso de ellas llenaba el aire desde la altura de ocho a veinte pies sobre el suelo hasta la de dos o tres mil, al parecer, y «el ruido que hacían al volar era como el de los carros y caballos que corren al combate», o, más bien, diría yo, como el de un viento fuerte al pasar por las jarcias de un navío. El cielo, visto a través de las avanzadas del formidable ejército, apareció sombreado por una media tinta obscura; pero en el centro quedaba del todo velado, aunque de cuando en cuando se descubrían algunas visibles franjas. Cuando se posaron en tierra eran más numerosas que las hojas de hierba y la superficie cambió su color verde por uno rojizo; posado el enjambre, los individuos huyeron de un lado a otro en todas direcciones. La plaga de la langosta no es rara en este país; ya en la presente estación habían llegado del Sur varias bandadas pequeñas, salidas, al parecer, como en otras partes del mundo, de los desiertos donde desovan y se desarrollan. Los pobres labriegos intentaron en vano rechazar la invasión con