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paso de la cordillera

una anécdota que por entonces me complació mucho. Cerca de Mendoza tropezamos con una negrita muy gorda, que iba a horcajadas en una mula. Tenía una papera tan enorme, que llamaba extraordinariamente la atención; pero a pesar de ello, mis dos compañeros, con aire de respetuosa consideración, le hicieron el acostumbrado saludo del país, quitándose el sombrero ¿Dónde se hallaría persona alguna, de las clases más altas o mas bajas de Europa, que hicieran tan humanitario cumplido a un ser pobre y desgraciado de una raza degradada?

Por la noche dormimos en una quintana. Nuestro modo de viajar era de una deliciosa independencia.

En las partes deshabitadas encendíamos una pequeña hoguera, dejábamos pastar a los animales y vivaqueábamos con ellos en un rincón del mismo campo. Como llevábamos una olla de hierro, cocinábamos, y comíamos la cena bajo un cielo despejado, sin que nadie nos molestara. Mis compañeros eran Mariano González, que en otro tiempo me había servido de guía en Chile, y un arriero con sus diez mulas y una «madrina». La madrina es un personaje importantísimo. Con ese nombre se designa una yegua vieja de genio reposado, que lleva colgada al cuello una campanilla, y a la que siguen con filial adhesión las mulas todas adondequiera que se encamine. La afección de estos animales por sus madrinas evita una infinidad de contratiempos. Cuando se dejan sueltas en terrenos de pastos grandes partidas de ganado mular durante la noche, los muleteros, a la mañana siguiente, no tienen mas que llevar las madrinas, poniéndolas algo separadas, y hacer sonar sus campanillas, y aunque haya 200 ó 300 mulas, cada una reconoce inmediatamente la campanilla de su madrina y viene a buscarla. De este modo es casi imposible perder ninguna mula, porque aun en el caso de que la detengan a la fuerza por varias horas, por el olfato, como un perro, seguirá