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una delgada correa tejida, de dos metros y medio de largo. La otra clase se diferencia sólo en que tiene tres bolas, unidas por las correas a un centro común. El gaucho afianza en la mano la bola más pequeña de las tres, y hace girar las otras dos repetidas veces alrededor de su cabeza; luego, haciendo puntería, la arroja a modo de resorte que se suelta, dando vueltas por el aire. Tan pronto como tropiezan con cualquier objeto, la cuerda se enrolla en él, cruzándose las bolas y quedando firmemente amarradas. El tamaño y forma de las bolas varía según el fin a que se destinan; cuando son de piedra, aunque no mayores que una manzana, se las dispara con tal fuerza, que a veces llegan a romper la pata de un caballo. He visto bolas de madera como un nabo, hechas de propósito para cazar aquellos animales sin causarles daño. A veces las bolas son de hierro y pueden ser lanzadas a las mayores distancias. La mayor dificultad con que se tropieza al usar el lazo o las bolas es cabalgar con suficiente desembarazo para volver a voltearlas alrededor de la cabeza yendo a todo galope y volviéndose de pronto en condiciones de hacer puntería; a pie cualquiera puede aprender en breve el arte de manejarlas. Un día, mientras pasaba el rato galopando y dando vueltas a las bolas en la forma consabida, por casualidad la que estaba libre chocó con un arbusto, y quedando así destruido su movimiento de revolución, cayó inmediatamente al suelo, y como por arte de magia se rodeó a una pata de mi caballo; la otra bola se me escapó de la mano, con lo que la cabalgadura no pudo moverse. Por fortuna, era un animal viejo y experto, que no se asustó; a no ser así, probablemente hubiera coceado hasta venir a tierra. Los gauchos prorrumpieron en estruendosas carcajadas, y a voces dijeron que, si bien habían visto cazar con bolas toda clase de animales, nunca habían visto a un hombre cazarse a sí mismo.