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a cierta distancia de ellos; pero poco después, extendiendo las alas como bajeles que tienden el velamen al viento, se alejaron, dejando atrás el caballo.

Por la noche fuimos a la casa de D. Juan Fuentes, rico hacendado, a quien ninguno de mis compañeros conocía. Al llegar a la morada de un desconocido se acostumbra a observar algunas minucias de etiqueta; acercándose poco a poco a caballo a la puerta, se saluda con el «¡Ave María!», y hasta que alguien salga e invite a apearse no es correcto abandonar la cabalgadura; la respuesta es: «Sin pecado concebida.» En entrando en la casa, se conversa unos minutos sobre asuntos generales, y luego se pide permiso para pasar allí la noche. Éste se concede como cosa corriente. Tras ésto, el forastero come con la familia y se le asigna un cuarto, donde con los arreos pertenecientes a su recado (o jaeces de las Pampas) se adereza su lecho. Es curioso observar cómo circunstancias semejantes producen resultados tan parecidos en las maneras. En el cabo de Buena Esperanza se practica en todas partes la misma hospitalidad y casi con los mismos pormenores de cumplidos. Sin embargo, la diferencia entre el carácter del español y el del bóer holandés se manifiesta en que el primero nunca hace a su huésped una sola pregunta fuera de las más estrictas reglas de urbanidad, mientras que el buen campesino sudafricano pregunta al forastero dónde ha estado, de dónde viene, qué oficio tiene, cuántos hermanos, hermanas o hijos tiene...

Poco después de llegar a casa de D. Juan trajeron una gran vacada, y eligieron tres reses para sacrificarlas y surtir de carne a la familia y servidumbre. Este ganado medio salvaje es muy ágil y conoce muy bien el lazo fatal, obligando a los caballos a una larga y laboriosa caza. Después de haber desplegado ante mí la rústica riqueza de D. Juan en el gran número de reses vacunas, criados y caballos, su miserable casa

Darwin: Viaje.— T. I.
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