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cap.
darwin: viaje del «beagle»

habernos guiado a tan buenas personas. Pero tales sentimientos míos carecían de fundamento, porque al continuar la conversación averiguaba que las circunstancias no podían ser más deplorables: «¿Podrá usted ponernos algo de pesca?» «¡Oh! Eso no, señor.» «¿Hay pan?» «¡Ca! No, señor.» «¿Carne curada?» «Tampoco.» En el caso más venturoso, después de aguardar un par de horas, obteníamos pollos, arroz y farinha. A menudo nos veíamos obligados a matar a pedradas las gallinas que se habían de cocinar. Cuando, enteramente exhaustos por la fatiga y el hambre, indicábamos tímidamente que se nos sirviera la comida, la respuesta, dada con gran empaque, y aunque verdadera, era poco complaciente: «Se servirá cuando esté lista.» Si nos hubiéramos atrevido a replicar, se nos habría contestado que podíamos tomar el portante y seguir nuestro viaje, ya que éramos tan impertinentes. Difícil es hallar gente menos tratable y más desconsiderada que estos posaderos; con frecuencia se nota una suciedad repugnante en sus casas y personas; la falta de tenedores, cuchillos y cucharas presentables es cosa corriente, y tengo la seguridad de que en Inglaterra no hay tugurio ni casucha tan desprovisto de todo género de comodidades. Sin embargo, en Campos Novos lo pasamos en grande, pues se nos sirvieron pollos con arroz, galletas, vino y licores en la comida, café por la tarde, y de desayuno pesca con café. Todo ello, y un buen pienso para los caballos, costó solamente unas cinco pesetas por cabeza. Con todo eso, habiendo preguntado al patrón de esta posada si sabía algo de un látigo que uno de nuestros compañeros había perdido, contestó con aspereza: «¿De qué lo voy a saber? ¿Por qué no le han puesto a recado? Supongo que se lo habrán comido los perros.»

Salimos de Mandetiba y continuamos la marcha a través de un intrincado yermo lleno de lagos, en algunos de los cuales había conchas de agua dulce, y en