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tierra del fuego

Era cómico observar la sonrisa de mal disimulada satisfacción con que una joven que llevaba el rostro embetunado se ataba alrededor de la cabeza varios jirones de tela escarlata, sujetándolos con juncos. Su marido, que gozaba el privilegio, realmente universal en este país, de poseer dos esposas, se puso evidentemente celoso de los agasajos hechos a su joven consorte, y, tras breve consulta con sus desnudas beldades, se marchó con ellas remando.

Algunos de los fueguinos dieron pruebas indubitables de tener noción de las recíprocas obligaciones de los contratos. Una vez di a uno de ellos un gran clavo (¡precioso regalo por cierto!) sin indicar que esperaba recompensa; pero él inmediatamente sacó dos peces y me los alargó en la punta de su arpón. Si algún presente se apuntaba a una canoa y caía cerca de otra, se devolvía sin falta a sus verdaderos dueños. El muchacho fueguino que Mr. Low tenía a bordo se ponía violentamente furioso cuando se le llamaba embustero, no obstante serlo realmente. En esta ocasión, como en todas las anteriores, nos pareció sobremanera extraño el poco o ningún caso que hacían los salvajes de muchas cosas cuya utilidad era de lo más evidente para los indígenas. Una porción de menudencias, tales como la belleza de la tela escarlata, o cuentas azules, la ausencia de mujeres, el cuidado que teníamos de lavarnos, etc., excitaban su admiración mucho más que un objeto tan notable y complicado como nuestro navío. Bougainville ha notado muy bien, en lo que a este pueblo se refiere, que «tratan las obras maestras de la industria humana como las leyes de la Naturaleza y sus fenómenos» [1].

El 5 de marzo anclamos en el abra de Woollya, pero no hallamos a nadie. Esto nos intranquilizó, porque los


  1. Véase Bougainville, Viaje alrededor del mundo, tomo I, capítulo IX, de los Viajes clásicos, editados por Calpe.