cio uno tras otro a menos de un tiro de piedra de la playa, sobre la cual las hayas extendían sus ramas.
Seguimos navegando hasta que obscureció, y luego plantamos nuestras tiendas junto a una abrigada caleta. El supremo regalo con que nos favoreció la suerte estuvo en hallar para cama un sitio lleno de guijarros, porque estaban secos y se amoldaban al cuerpo. El suelo turboso es húmedo; la roca, desigual y dura; la arena estropea la comida, pues se mete entre la carne cuando se la cocina y come en la playa; pero aquí no hubo nada de eso: envueltos en nuestras mantas, en un lecho de suaves pedruscos, pasamos la más confortable noche.
Me tocó velar hasta la una. Hay algo augusto y solemne en estas escenas. En ningún tiempo se presenta con tanta viveza al ánimo la idea del remoto rincón del globo en que uno se halla. Todo contribuye a intensificar esta impresión; la paz profunda de la noche es interrumpida solamente por la profunda respiración de los marineros bajo las tiendas, y de cuando en cuando por el grito de algún ave nocturna. El ladrido eventual de un perro, oído a gran distancia, recuerda que se está en tierra de salvajes.
29 de enero.—Por la mañana temprano llegamos al punto en que el Canal del Beagle se divide en dos brazos, y entramos en el septentrional. El paisaje aquí acrece en grandiosidad. Las altas montañas del lado norte forman el eje granítico, o espinazo del país, y se elevan súbitamente 900 ó 1.000 metros, culminando en un pico que sube a unos 2.000 metros [1]. Están cubiertas de un amplio manto de nieves perpetuas; numerosas cascadas vierten sus aguas, por entre el boscaje, en el hondo canal angosto. En muchas partes se
- ↑ Hoy Monte Darwin, con una altitud de 2.067 metros.—Nota de la edic. española.