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cap.
darwin: viaje del «beagle»

do de pronto una violenta turbonada nos compelió a recoger velas y mantenernos en alta mar. El oleaje se estrellaba espantosamente contra la costa, y la espuma subía hasta la cima de un acantilado cuya altura se calculó en 60 metros. El día 12 el temporal se recrudeció extraordinariamente, y no sabíamos con certeza dónde estábamos; de continuo se oía la desagradable cantinela: «¡Alerta a sotavento!» El 13 la tempestad desplegó toda su furia, y el horizonte se nos redujo a un pequeño círculo limitado por las nubes de espuma levantadas por el viento. El mar infundía pavor con sus terribles convulsiones y agitadas espumas, y mientras el barco luchaba desesperadamente, el albatros desafiaba con sus alas extendidas el furor del viento cortándole de frente. A eso del mediodía rompió una ola contra el Beagle, y se llevó uno de los botes balleneros, que fué preciso cortar al instante. Nuestro pobre barco tembló al impulso del choque, y por algunos instantes no obedeció al timón; pero gracias a sus buenas condiciones marineras se rehizo y puso de nuevo proa al viento. Si un segundo golpe de mar hubiera seguido al primero, nuestra suerte habría quedado decidida, y para siempre. Llevábamos veinticuatro días luchando en vano por avanzar hacia el Oeste; los hombres estaban exhaustos de fatiga, sin haber tenido ropa seca que ponerse en varias semanas. El capitán Fitz Roy tuvo que abandonar el proyecto de llegar al Oeste costeando las tierras meridionales. Por la tarde penetramos en el fondeadero, detrás del falso cabo de Hornos, y echamos las anclas, que descendieron a 47 brazas, haciendo saltar chispas del cabrestante mientras se desenrollaba la cadena. ¡Cuán deliciosa fué aquella noche de calma, después de haber estado por tanto tiempo envueltos en la furia de los desencadenados elementos!