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tierra del fuego

en las partes inferiores son pocas en número. Seguimos el mismo cauce que el día anterior, hasta que la corriente fué mermando y desapareció por fin, viéndonos entonces precisados a arrastrarnos a ciegas por entre los árboles. Estos, a causa de la gran elevación y de los vientos impetuosos, eran enanos, gruesos y torcidos. Después de algún tiempo llegamos a un sitio que desde lejos nos pareció una hermosa pradera alfombrada de fino césped, pero que, para desgracia nuestra, resultó ser una masa compacta de hayas enanas, cuya altura era de metro a metro y medio. Crecían formando un macizo tan espeso como el de las cercas de los jardines, y nos vimos obligados a pasar sobre la plana, pero traidora superficie. Después de algunos esfuerzos ganamos la zona de turba, y luego la desnuda roca pizarrosa.

Una loma unía esta montaña con otra, distante algunas millas, y más alta, cubierta de nieve a trechos. Como el día no estaba muy avanzado, resolví ir a pie hasta allá y herborizar por el camino. La caminata hubiera sido penosísima, a no haber hallado un sendero recto y bien apelmazado, hecho por los guanacos; porque estos animales, como las ovejas, siguen siempre el mismo camino. Cuando llegamos a la montaña vimos que era la más alta de los alrededores y que las aguas fluían al mar en opuestas direcciones. Desde allí alcanzamos a ver toda la comarca próxima: por el Norte se extendía un terreno yermo y pantanoso; pero hacia el Sur se descubría un paisaje de salvaje magnificencia, perfectamente adaptado al carácter general de Tierra del Fuego. Tenía misteriosa grandeza el paisaje de montaña tras montaña, con los hondos valles intermedios, todo cubierto por una espesa y obscura masa de bosque. A la vez, la atmósfera, en este clima de continuos temporales, que descargan lluvias, piedra y cellisca, parece más sombría que en ninguna parte. En el estrecho de Magallanes, mirando dere-