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cap.
darwin: viaje del «beagle»

alimento. Salvo de estas dos aves, hay muy pocas más. Levántase en la isla una cadena principal de colinas, de unos 600 metros de altura, compuestas de roca cuarzosa, cuyas crestas ásperas y desnudas nos costó algún trabajo cruzar. En la vertiente meridional se halla el terreno más a propósito para criar el ganado vacuno salvaje, a pesar de lo cual no le vimos en gran número, a causa de haberle perseguido mucho últimamente.

Por la noche nos cruzamos con un pequeño rebano. Uno de mis compañeros, que se llamaba Santiago, separó muy pronto del grupo una vaca gorda, hizo girar las bolas y las disparó con tino, dándole en las patas; pero no se enredaron. Inmediatamente tiró el sombrero en el sitio donde habían quedado las bolas; sin dejar de correr a todo galope, preparó el lazo, y, tras una persecución durísima, alcanzó de nuevo a la vaca y la enganchó por los cuernos. El otro gaucho había ido delante con los caballos de repuesto; de modo que Santiago tropezó con alguna dificultad para matar la furiosa bestia. Consiguió llevarla a un trozo de terreno llano, adelantándosele siempre que le embestía, y cuando no quería moverse, mi caballo, que estaba adiestrado para tal faena, galopaba hacia la res por detrás y con el pecho le daba un violento empujón. Pero aun estando el animal en terreno llano no parece empresa fácil para un hombre solo matar una res salvaje en el paroxismo del furor, como no sea a balazos. Y no lo sería, en efecto, sin la ayuda del caballo, que, apeándose el jinete, aprende al punto, guiado por el instinto de conservación, a mantener el lazo tenso, de suerte que si la vaca o toro se mueven hacia adelante, el caballo avanza con la misma rapidez, y si aquéllos se paran, el caballo sigue tirando, inclinándose a un lado. Pero el que en esta ocasión llevaba Santiago era joven y no estaba acostumbrado a contrarrestar el empuje de la res enganchada, y por