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banda oriental y patagonia

cipales propietarios del país. Un sobrino del amo se hallaba al frente de la misma, y estaba con él un capitán del ejército, que en días anteriores había huído de Buenos Aires. En la situación en que se encontraban, su conversación no dejó de ser amena. Como de costumbre, se mostraron asombradísimos de que la tierra pudiera ser redonda, y apenas podían creer que un hoyo bastante profundo y largo la taladraría abriendo un boquete en el lado opuesto. Tenían, no obstante, noticias de un país donde había seis meses de día y seis de noche, y en el que los habitantes eran ¡muy altos y delgados! Me preguntaron con viva curiosidad por el precio y condiciones del ganado vacuno y caballar en Inglaterra. Al saber que en este país no se cazaba a los animales con lazo, exclamaron: «¡Ah! Entonces usan ustedes las bolas.» La idea de un territorio dividido totalmente en fincas cercadas era para ellos una novedad. Al fin el capitán anunció su propósito de hacerme una pregunta, anticipándome gracias expresivas si se la contestaba con toda verdad. Temblé al pensar en la profundidad científica de la cuestión que me propusiese; pero me repuse después de oírsela formular. La pregunta era si las señoritas de Buenos Aires no eran las más hermosas del mundo. A esto respondí, como un renegado: «Lo son de una manera encantadora.» Entonces añadió: «Y ¿usan las señoritas de otras partes del mundo peinetas tan grandes?» Con toda solemnidad le aseguré que de ninguna manera. Los dos jóvenes quedaron complacidísimos. El capitán exclamó luego: «¡Ahí tienes! Un hombre que ha visto medio mundo nos lo atestigua; siempre creí que era así, pero ahora lo sé con toda certeza.» Mi excelente dictamen en punto a peinetas y belleza me facilitó una hospitalidad obsequiosísima; el capitán me obligó a aceptar su cama, resignándose él a dormir sobre su recado de montar.