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de buenos aires a santa fe

lo efectuó. Pero, habiendo mencionado las obsequiosas atenciones recibidas del general Rosas cuando estuve en el Colorado, ni el conjuro más poderoso hubiera cambiado las circunstancias tan rápidamente como esta conversación. Al punto me dijeron que, aunque no podían darme un pasaporte, si me avenía a dejar el guía y los caballos yo podría pasar, yendo solo, los puestos de los centinelas. Acepté con el mayor gusto, y enviaron conmigo un oficial para mandar que no me detuvieran en el puente. El camino, por espacio de una legua, estaba enteramente desierto. Encontré un piquete de soldados, que se contentaron con echar una mirada a un antiguo pasaporte mío, y al fin, con no pequeña satisfacción, me vi dentro de la ciudad.

Apenas había pretexto de injusticias o agravios que pudieran justificar su levantamiento; pero en una nación que en el espacio de nueve meses (de febrero a octubre de 1820) había sufrido quince cambios de gobierno—no obstante elegirse cada presidente por tres años, según la Constitución—, sería absurdo buscar pretextos. En el caso presente, un grupo de hombres, que por ser afectos a Rosas no podían ver al presidente Balcarce, salieron de la ciudad en número de 70, y al grito de ¡Viva Rosas! levantaron en armas todo el país. A continuación se puso sitio a la ciudad, prohibiendo la entrada de provisiones, ganado vacuno y caballar; fuera de esto, sólo ocurrían algunas pequeñas escaramuzas, en las que morían diariamente varios hombres. El partido de fuera sabía bien que impidiendo el suministro de carne tendría segura la victoria. Puede ser que el general Rosas no tuviera noticias de este levantamiento; pero, según parece, estaba conforme con los planes de sus partidarios. Hace un año fué elegido gobernador, pero rehusó, a menos que la Sala le confiriera poderes extraordinarios. Como éstos se le negaran, su partido empezó a demostrar des-