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de bahía blanca a buenos aires

enredado las correas, como si se las hubieran fustigado con un látigo.

En el centro del día llegaron dos hombres con un paquete, desde la posta inmediata, para enviárselo al general; de modo que nuestro grupo se compuso esta tarde de esos dos hombres, el teniente con sus cuatro soldados, mi guía y yo. Los soldados referidos eran tipos extraños; el primero, un hermoso joven negro; el segundo, un mestizo de indio y negro, y los dos restantes, un viejo minero de Chile, de color de caoba, y un sujeto de aspecto amulatado; ambos de catadura tan detestable como no creo haberla visto en mi vida. Por la noche, mientras estaban sentados alrededor de la hoguera jugando a la baraja, me retiré a un lado para contemplar aquella escena, digna de Salvator Rosa. Como se habían puesto al pie de una loma, pude mirarlos a mi gusto desde encima; en torno de los jugadores yacían tendidos los perros, y cerca de éstos las armas, junto a restos de ciervo y avestruz esparcidos por diversas partes, mientras a distancia un poco mayor se erguían las largas picas de los jinetes clavadas en el césped. Más allá, en el fondo obscuro, estaban atados los caballos, dispuestos para cualquier peligro súbito. Cuando el ladrar de uno de los perros interrumpía la quietud solemne de la desolada llanura, uno de los soldados dejaba la hoguera y, aplicando su cabeza al suelo, escudriñaba con atención el horizonte. Con sólo que el alborotador teru-tero profiriera su acostumbrado grito, había una pausa en la conversación y todas las cabezas, por un momento, se inclinaban un poco.

¡Qué vida tan miserable me parecen llevar estos hombres! Había, por lo menos, 10 leguas desde la posta Sauce y 20 -desde la otra, como consecuencia de haber quedado suprimida una desde el asesinato cometido por los indios. Se supone que éstos efectuaron su asalto a media noche, porque al día siguien-