CAPÍTULO VI
8 de septiembre.—Contraté un gaucho para que me acompañara en mi viaje a caballo a Buenos Aires, aunque con alguna dificultad, pues el padre del que quise ajustar primero no se atrevió a dejarle ir, y habiendo buscado otro que parecía querer hacerlo de buen grado me lo pintaron tan tímido, que no me resolví a tomarle, porque me dijeron que si llegaba a divisar un avestruz a lo lejos le tomaría por un indio y escaparía como alma que lleva el diablo. La distancia a Buenos Aires es de unos 600 kilómetros, y casi todo el camino por país desierto. Salimos por la mañana muy temprano, y, subiendo a cosa de 100 metros desde la hondonada cubierta de césped en que se alza Bahía Blanca, entramos en una extensa llanura desolada. Está constituida por un lecho de desmenuzada roca arcillocalcárea, la cual, a causa de la sequedad del clima, cría solamente matojos dispersos de agostada hierba, sin un arbusto ni árbol que rompa aquella monótona uniformidad. El tiempo era magnífico; pero la atmósfera, notablemente caliginosa; creí