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cap.
darwin: viaje del «beagle»

y se dejó saltar un ojo antes de soltar su presa. Otro que estaba herido se fingió muerto, y entretanto apretaba el cuchillo para dar un golpe fatal. El narrador me contó que al perseguir a un indio éste pedía a gritos misericordia, y al mismo tiempo con gran disimulo se aflojaba las bolas del cinto con ánimo de voltearlas y herir a su perseguidor. «Pero yo le derribé en tierra de un sablazo, y apeándome luego le corté el cuello con mi cuchillo». Este es un cuadro nada halagüeño; pero ¡cuánto más repulsivo es el hecho indiscutible de asesinar a sangre fría a todas las mujeres que parecían tener más de veinte años! Cuando yo exclamé que esto me parecía un tanto inhumano, me replicó: «Y ¿qué hemos de hacer? ¡Así aprenden!».

Aquí todo el mundo está convencido de que es una guerra justísima porque se hace contra bárbaros. ¿Quién hubiera creído que tales atrocidades podían cometerse en estos tiempos en un país cristiano civilizado? Los niños de los indios se conservan para ser vendidos o donados en calidad de sirvientes, o más bien de esclavos, por el tiempo que los amos pueden hacerles creer que es esa su condición, pero creo que se los trata bastante bien.

En la batalla, cuatro hombres escaparon juntos. Se los persiguió, matando a uno y cogiendo vivos a los otros tres. Resultaron ser mensajeros o embajadores de un gran cuerpo de indios unidos en la causa común de defensa junto a la Cordillera. La tribu a que habían sido enviados estaba a punto de celebrar gran consejo; el festín de la carne de yegua estaba presto y la danza preparada: al día siguiente los embajadores habrían de regresar a la Cordillera. Eran hombres de simpática presencia, muy bien proporcionados, de un metro y ochenta centímetros de altura, y todos menores de treinta años. Como era natural, los tres supervivientes poseían una información valiosísima, y por