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—Sí, yo tenía un novio en España. El era violinista y yo aprendiza de costurera.

El halo romántico de la melodía la envuelve en añoranzas lejanas.

—Tocada tan bien su violín... Pero reñi- mos y yo me vine a Buenos Aires. ¡Bah, Bue- nos Aires!; al principio todo muy lindo. Creí que los hombres me querían, me besaban tan- to, se alegraban con mis caricias. Después me di cuenta que con todas eran igual, el que se entusiasmaba conmigo hoy, mañana con otra hacía lo mismo. Un asco. No sentían nada, no querían a ninguna.

—Y ahora, ahora — pregunté ansiosamen- te, en un arranque solidario, pulsando mi pro- pia desdicha.

— Ahora me importa un bledo. El que quiera regenerarme que vaya al diablo. Ya es tarde.

Y era tarde, efectivamente. Se daba mor- fina.

Hay otra:

—Quería enamorarme de un chorro; no sé por qué, pero desde chica me tiraba eso. Cuss1- do leía policiales en los diarios me entusiasma- ba pensando en ladrones y en asaltantes, me