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Era alemán, se llamaba Erich Winckle o Winckler, sú nombre no lo recuerdo bien, pero el gesto ha quedado luminoso y fijo, como una medalla sobre mi pecho.

Su requiebro amoroso enjugó la lágrima ab- súrda que lloré muchas hoches por todas las calles.

Un sábado. Camino Suipacha arriba, el pen- samiento atado aún al nombre querido.

Tal vez el rítmico vaivén de las caderas, qui- zás la línea fina de las piernas. Como hosti- gado, persigue la presa firmemente.

Se retrasa, se adelanta, piden su boca y su sonrisa.

No escucho al principio, pero vence al fin, tenaz, la insistencia. Ya advierto, ya miro, ya fiscalizo su rostro, su cuerpo, sus manos. Pul- cra la persona, de calidad la ropa, tengo el ojo avisado, vergonzamente, por pasada expe- riencia. Sonríe una vez más, piropeándome, galante. Recién entonces miro sus ojos para alentarlo. Bastá ya de miseria y de esperanza inútil. Ese hombre tiene por los menos algo de lo que a mí me falta: dinero. Sin embargo el escrúpulo me cierra aún los pasos, como em-