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Hambre, desaliento y sed.

Todo el día andando las calles.

Salí a la mañana muy temprano, antes que la patrona pudiera advertirlo. Me quité los za- patos y en medias, bajé los escalones, uno a uno, miedosa y escurriéndome, como una la- drona.

Son las ocho de la noche. Catorce horas que ambulo, de un barrio a otro, vacío el estómago y el alma desesperada. He visto vidrieras, he eruzado mercados, he intentado leer vanamen- te durante tres horas en La Biblioteca, me he sentado otras tantas en las salas de espera de las estaciones, he entrado y salido, estúpida- mente de las tiendas, y ahora, sigo caminando las calles, indiferente a los piropos que res- balan como gotas de cera a lo largo de mi cuerpo, e indiferente también al grito agudo de las bocinas que rompen alarmadas en mis oídos, como anunciando el paso de la muerte.

La muerte.

14 horas de angustia, sin relevo.

Así está mi cuerpo. Así va, camino del puer- to ahora, como un guiñapo deshilado, como