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sobre la mesa el mantel cuadriculado, rojo y blanco, colocaré los platos, los cubiertos, el pan, las copas, y repartiremos el almuerzo dichosos, como los pájaros. Y cuando salgas a cumplir tu diario trabajo iré contigo hasta la puerta enlazando tu cintura. Te seguirán mis ojos largo trecho y te volverás para mi- rarme muchas veces.
Veré la amplitud de tus hombros, tu esbel- ta figura, el vaivén de tus brazos, luego la mancha oscura y movible de tu cuerpo, luego una línea, después un punto y de pronto, na- da, el tumulto callejero y la lejanía te habrán absorvido, robándote a mis ojos pero no a mi corazón donde descansas, donde gobier- nas, donde vives.
Los celos no son para mi más que un te- mor y un sobresalto, un insustancial resque- mor de vanidad a veces. Con todo he buscado arrojarlos siempre de mi pecho. Avergiien- zan, ofenden, manchan, crecen en el fondo cenagoso del ser.
¿Cómo han podido arrastrándose, enros- carse a su pensamiento, a su cuerpo fornido de hombre?