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una dosis de aspirina. Estoy hecho un opa. ¡También qué noche! Me voy, querida, hasta un día de estos.

—Hasta pronto...

Deja que los pasos se pierdan a lo largo del pasillo. Luego se incorpora y mira hacia la mesa de luz. Bajo la arista del reloj, do- blado cuidadosamente su dinero. Sonríe y va a tender la mano para contar, pero le tuerce el impulso un detalle trivial, inespera- do, sobre la mesa, casi tocando los billetes, sus guantes de antílope. Han permanecido allí toda la noche, conservando intacta, co- mo si aún estuvieran dentro de ellos, la re- dondez de sus manos, la división de las fa- langes, la carnosidad de las palmas. Son tan exactos los contornos, tan carnal la aparien- cia, que más se piensa en dos tristes manos mutiladas. Los guantes sobre la mesa de no- che, rozando apenas los billetes fienen un aspecto escalofriante y macabro.

Es desagradable eso.

Olvida su dinero y se vuelve sobre el otro costado de la cama. Quiere dormir.

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