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los y sus prejuicios me aparto definitiva- mente de mi marido. Es cosa resuelta. Pude tolerar la miseria, el desamor, la infelicidad, pude tolerar tantas cosas, todo menos sus golpes. Continuar a su lado equivaldría a aceptar tácitamente la humillación y eso se- ría ya relajamiento. No, no y no. Siento ver- gúenza, verguenza por él, ahora, lo mismo que aquella tarde, cuando aún éramos novios, y sus manos buscaron brutalmente la virgen desnudez de mis senos.

—Quédate, quédate, ¿qué será de tu vida, qué será de vos? Aquí por lo menos comes y descansas.

—Descansas.

—Agquí por lo menos tomas lo que te co- rresponde. No sos una intrusa, no USUTpAs, no quitas nada a nadie. Nuestro pan es el tuyo, nuestro techo es tu techo.

—Así debiera ser, pero no es lo que se aparenta ni lo que se quisiera.

—¿ Y qué importa? Reclama por derecho lo que te corresponde.

-—Mirá, hermanita, tu corazón es puro y yo a vos te quiero, te quiero tanto, que sólo