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calle me dijo, mientras ceñíame en su abrazo final:
—¿Tienes suelto para el auto? Está llo- viendo.
Dudé unos instantes, apenas si segundos. y contesté con calma:
—No, en verdad, no tengo sue!to.
Vi, sin mirar, como el billctc pasaba de su cartera a la mía, y sentí, lo confieso, un poco de alegría y de turt::ción.
No tomé coche, tomé tranvía, y con el dinero compré alimento y velas. Me habían cortado el crédito y la luz. Estaba ayunando y a oscuras.
- * *
Ha muerto mi madre. Cuarenta años, un poco de amor, trabajo, cinco hijos. Mis ojos ya están secos de lágrimas. Tengo su fría ma- no entre mis manos y me apena su vida más que su muerte misma.
Un fuerte olor de flores y el tumulto de las voces, los llantos y los rezos hacen turbia la luz y denso el aire, achicando la habitación que se reduce a una mínima y asfixiante dimensión de tumba.
Afuera, el sol del verano hace vibrar la
atmósfera y el cielo tiene una marmórea se- renidad celeste.