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Esta es la soledad y aquí estoy, el rostro pegado a los vidrios de mi ventana. He con- tado segurdos, minutos, horas. Contaré la noche hasta el alba. Una inquietud absurda traba mis brazos y mis piernas. No puedo ir hasta la llave de la luz, no puedo ir has- ta la cama tampoco. Tengo miedo. Miedo de los muebles que crujen misteriosamente, del viento que sacude las puertas y las plantas del patio, miedo de todos los ruidos que le- vanta la noche. Prefiero quedarme aquí, sus- pendida de una esperanza inútil, oyendo el campanilleo del reloj, el latido de mi cora- zón a su compás y el taconeo del transeúnte noctámbulo que golpea plac plac, la sonora dureza de las baldosas, tranquilizando mi ánimo por instantes.

Cuando sea el silencio absoluto y cese el eco de las voces y de los pasos, ¿con qué pre- sencia solidaria podré llenar las horas?

El cielo del amanecer lucirá el mismo iris de las fichas del pocker y un mismo rayo de sol caerá sobre mi lecho y el verde paño de la mesa de juego. Entonces yo quitaré resignadamente mis ropas, una a una, me ovillaré friolenta bajo las sábanas y exten- deré mi brazo en ademán desolado e inútil