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nos del olvido mi fracaso y mi desesperan- za.

Total, la vida era así...

La luz del velador, la onda roja y ardien- te envolvía nuestros cuerpos desnudos.

En la pared, deformadas y monstruosas, dos formas danzantes y lúbricas...

La fría claridad del amanecer, entrando por los vidrios de la claraboya, me cubrió el rostro como sepultándolo bajo una capa de ceniza.

Acuosa y amarga la saliva me subía a la boca. Laxas y vencidas se extendían mis piernas a lo largo del lecho.

El hombre descansaba junto a mí, dur- miendo su sueño sin desdicha,

Con gesto de instintiva repulsa me volví de espaldas, recojí las colchas del suelo y me cubrí toda.

Me avergozaban los rastros cárdenos de su boca en mi cuerpo.

Soledad. Pesa en torno mío, grávida de angustia. Todos los ecos de la noche tienen para mi alma melancólica sugerencia, Nos- tálgica se oye la sirena de un barco viaje- ro. Hay voces que pasan, papeles que rue- dan cn el viento, bocinas de automóviles que agitan en el aire una estridencia desacorde.