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la boca abierta, media hora por día, repar- tida así: diez minutos antes del desayuno, diez minutos antes del almuerzo, y otros diez, durante las clases, colocada al frente del aula. :

Acepté a la fuerza el castigo, pero me vengué de la humillación a la primera opor- tunidad. Una sonrisa irónica y general de mis compañeras, me llevó a sacarles la len- gua todo lo que pude. Recibí un fuerte re- vés de la hermana Rosario, a quien guardé desde entonces una antipatía cordial, corres- pondida durante los años de encierro, por su rencor hipócrita y frígido.

Esto y ratos de alegría expansiva y rui- dosa, que no todo es aflicción en el alma de un niño, fué, en síntesis mi adolescencia. Adolescencia removida por el imperativo se- xual y acicateada a veces por malsana cu- riosidad, sinuoso laberinto este último, ha- cia el que mi instinto se doblegaba, más por el mal ejemplo que por natural y desviada inclinación.

Cuando recuperé la libertad, la reconven- ción de mi madre, como una ráfaga de in-