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mensa. Las manecitas juntas, quedé extá- tica y muda mirando a la virgen, que desde su nicho suntuoso, los ojos bajos y la boca dulce me sonreía. Y vino el recuerdo de mi madre, vino el recuerdo de todos los míos y perdoné a mi padre su fría dureza y a mi madre su aridez de caricias para envolverlos a todos, estrechamente, en una adoración fer- vorosa. :

La luz de las velas se hacía más intensa y más clara a medida que el locutorio se oscurecía, cercado por la sombra nocturna.

El rostro celeste, bajo la aureola ardien- te y vívida resplandecía, y mis ojos de niña clavábanse en él, con amoroso arrobamien- to. En ondas de dicha mi llanto quería vol- carse en manantial. ¡Oh, llorar, llorar mu- cho en el regazo de esa virgen, como en el pecho de aquella maestra a quien tanto qui- se! Pero el llanto no subía a mis ojos, que- dábase en la garganta y el pecho en una oprimida felicidad.

Las manecitas juntas, en estado de éxta- sis, me quedé de rodillas ¿cuánto tiempo? abejeaban las niñas junto a mi, concluídos BUS rezos, pero mi ser sensible, desasido de la ticrra, poseído de mística embriaguez, solo