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los que precedieron a esa fecha, viví en una especie de deslumbramiento. Todo enardecía y sustentaba mi corazón. Mi vestidito blan- co, largo y humilde, se me antojaba el más hermoso. Era feliz, me sentía la más buena de las criaturas, y para mayor contenta- miento las hermanas ponían entonces más dulzura en sus gestos y en sus palabras.

La víspera del gran día, de seis a siete de la tarde nos llevaron al locutorio.

Era la hora indicada para el retiro. De- bíamos quedarnos a solas con nuestras con- ciencias, orando, en acto de espera y con- trición y vaciando el alma de impurezas pa- ra dar cabida a la sagrada hostia.

Entramos en fila y de puntillas. Me arro- dillé frente al altar y comencé bajito mis oraciones, toda el alma predispuesta y en cándida ofrenda.

De los altos vitraux llegaba hasta el re- fectorio la luz apaciguada del atardecer.

El brillo postrero del sol amortiguaba el tímido resplandor de los cirios.

Ave María purísima...

Ave María purísima...

Pero el rezo moría en mis labios a medida que el corazón se me transía de amor.

Me subió de la entraña una ternura in-