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entraban y salían del almacén con botellas y paquetes bajo los brazos, dos perros que se enlazaban y mordían como peleando, en el medio de la calle; pero, el arrastrar el carri- to por la vereda, yendo y viniendo, acabó por aburrirme. Al fin hallé el motivo de dis- tracción que precisaba. La sillita, por la parte de atrás, tenía un palo redondeado que la cruzaba, de una rueda a la otra. Se me ocurrió una idea desafortunada: impulsarla con fuerza hacia adelante, y al comenzar ésta a correr, subirme sobre el travesaño pa- ra gozar yo también del paseo. Pero ese pla- cer duró poco, a la cuarta o quinta vuelta la madera cedió, rompiéndose en dos pedazos. Ni que la hubiera llamado, en ese mismo mo- mento apareció la señora en la puerta.

—¿Qué has hecho? — me dijo. — Rompis- te el coche.

Tenía tal cara de enojo que le mentí. — No, no señora, se rompió solo...

Pero como si fuera un gran desastre em- pezó a gritar: — ¡Embustera!, y me empujó violentamente. De milagro no dí contra el suelo.

Yo no sé, pero todo el mundo tiene malos modales.

Cometa 2