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gritó al verdulero, ese italiano que lleva pen- dientes en las orejas: maricón, mariquita... Pero siempre pasa así, la culpa de todo la tengo yo.

Mamá, cuando el gringo vino a quejarse se enojó conmigo y llamándome capitana de banda dejó caer su mano sobre mi cara mu- chas veces. Yo no quiero injusticias, por eso me fuí de casa.

Llevo caminadas más cuadras... Me quie- ro colocar en alguna casa donde tengan chi- cos. Yo los cuidaré. Total, gran trabajo. Los llevo a la plaza como hace Tiznita, la sirvien- ta del abogado y jugamos allí todos. Pero a mi no me van a pegar los patrones como a ella, porque yo no soy negra. A los negros se les puede pegar porque los mandan del Chaco y de la Tierra del Fuego para que sirvan a la fuerza. Me lo contó la misma Tiznita un día que le habían marcado las piernas con un látigo. Yo le dije que se que- jara al vigilante y me contestó que para qué, que a los negros no les hacen caso. Si será zonza. Si la llego a ver marcada otra vez, la acompaño yo a la comisaría. Y si es cier- to que no la defienden que se escape, que se venga a colocar conmigo, o a otra parte si quiere, pero a un sitio donde le paguen, así