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sa en eso ni tampoco sabe. Se remueve en- tre las colchas, estira el cuerpecito y sonríe, segura de que por esa noche el castigo cesó.

Mentalmente piensa en nombres que ter- minan con a y reanuda una discusión fra- terna, siempre comenzada y nunca concluída. Luego canta despacito, con voz que ella solo percibe una cancioncilla escolar, y en último término recuerda la travesura del día, la que provocara el castigo y el rigor. Pero no tiene malicia y el recuerdo es limpio como la acción: en medio de la calle, recojida la pollerita, ensaya, con chicuelo de sus años, el acto instintivo e inocente del amor.

—Vos crees que no hay infierno y por eso cometés tantos pecados, pero cuando te mue- ras vas a ver todo lo que tendrás que sufrir, te quemarán viva, te desollarán y aunque llo- res no te escucharán, aunque grites no te atenderán, aunque supliques no te perdona- rán. :

—No hay infierno, y si hay a mi que me importa, yo no cometo pecados.

—Si, y a cada momento. Mentís, jurás en vano, sos pendenciera, desobediente, y...