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A fuerza de ver y juzgar ahora no exijo na- da, apenas pido. No hay más ni menos de- rechos, millares, millares y millares de seres buscan lo mismo que yo, y las exigencias del estómago son todas iguales.

Cuando los que están a la cabeza me dicen — y esto ocurre casi siempre — ““Si, es deses- perante, pero medio mundo está en su situa- ción””, se me caen los brazos.

Tienen razón, tiene” razón, ¿como van a remediar ellos, esto?

Pero usted señor presidente, usted señor ministro, usted señor secretario, usted señor diputado, todos ustedes, los que saben tan bien como yo lo que está pasando, ustedes son cul- pables de silencio; en vez de decirlo a gritos, ¿por qué querer ahogar este clamor que se le- vanta, día por día, cada vez más fuerte?

Trabajo... Trabajo... Trabajo...

¡QUE - RE- MOS TRA - BA - JOOO!

Tanto cavilar, al fin fin he tenido una ocu- rrencia: ofrecerme de lectora en alguna es- tación radiotelefónica.

La ociosidad no me ha sido inútil del todo. He leído bastante y bien. Puedo alcanzarle al