Página:Carlo Lanza - Eduardo Gutierrez.pdf/202

Esta página ha sido validada
— 202 —

Dígale á Arturo que puede escribirme ó buscar de hablar conmigo si lo desea.

Yo siempre soy la misma, aunque un poco mas despierta ya; hasta cuando ustedes quieran, entónces.

Me volví á casa, resuelta ya á no pensar mas en aquel miserable, pues ya no podia caberme duda que Arturo era un miserable.

Mi padre adivinó sin duda en mi semblante lo que sucedia, y sonriendo se limitó á decirme:

—Ya lo vés, ese bergante solo queria tu fortuna; cuando ha visto que no la tendria, te ha abandonado como se tira un billete de lotería que no ha salido premiado.

No volverá á pensar en tí, no tengas duda, como no habria pensado cuando hubiera derrochado hasta el último centésimo de tu patrimonio.

Desde entónces me dediqué exclusivamente al amor de mi hijo enfermizo y cuya vida no era para mí mas que la amenaza de un nuevo dolor.

Los disgustos y las desventuras habian sin duda empobrecido mi leche y él, pobre de físico naturalmente, no tenia en el alimento que yo le daba, una nutricion completa.

Un mes pasó desde la última vez que estuve en casa de Arturo y no recibí de él la menor noticia.

Si alguna duda me hubiera quedado de su miserable abandono, aquel mes transcurrido habria sido mas que bastante para disiparla.

No tuve entónces mas remedio que convenir conmigo misma en que mi padre me habia hecho un servicio.

Aquel infame se habria apoderado de mi fortuna y me hubiera abandonado de la misma manera, despues de haberla disipado, ó ántes mismo, para gastarla en completa libertad y yo habria pasado una existencia miserable.

Recien empecé á apercibirme de la sonrisa insolente con que me miraban las personas que ántes me habian tratado y conocido; era una humillacion nueva con la que yo no habia contado, pero que sufrí con paciencia, concluyendo por habituarme á ella.

Muchos en la calle, hasta se permitian dirijirme ciertas galanterías insolentes que al principio me avergonzaban y que despues me fuéron habituando á ellas poco á poco, al extremo de que yo las escuchaba con suprema indiferencia.

La enfermedad de mi hijo fué agravándose poco á poco y debilitándose cada vez mas, hasta que perdí las esperanzas de poder conservarlo.

Llamé médicos que lo vieran, pero estos me dijéron que era demasiado tarde, que aquello no tenia remedio y que debia consolarme porqué si hubiese vivido, habria sido aquella una existencia miserable, llena de sufrimientos y amarguras.

Yo soporté en silencio aquel nuevo dolor y me preparé al nuevo golpe.

La existencia de mi hijo fué consumiéndose poco á poco basta que llegó el momento supremo.