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Carlo Lanza llegó á su cueva despues de haber cerrado la noche.

Pero habia almorzado de tal manera, que no tenia ganas de comer.

Venia además lleno de los semblantes femeninos que habia encontrado en la calle.

Apénas probó la comida, que, como no tenia el hambre de por la mañana, le pareció detestable, y le sirvió mas bien de descomponedor de estómago.

Si hubiera comido mas, el bálsamo de Fierabrás no hubiera surtido mayor efecto.

Carlo Lanza se vistió con un esmero esquisito aquella noche.

Se puso las mejores piezas de ropa que habia traido y se echó á la calle en tono de conquista.

El Alcázar lo arrastró con el encanto de sus francesas y su concurrencia alegre y bulliciosa.

Así conoceria la juventud borrascosa y las mujeres de vida alegre, pues ya en el hotel le habian dicho que no iban allí sinó mujeres de vida airada y de fácil aventura.

Carlo Lanza se acomodó en una tertulia de primera fila y se olvidó de Biela, de Italia y del mundo entero.

Rosse Marie en la escena y otras que no eran ménos Rosse ni ménos Marie, diseminadas por las aposentadurías, lo atraian de una manera poderosa.

Jóven, elegante, risueño y paquete, Carlo Lanza tenia que hacer efecto entre aquella gente aventurera, que no veía en él mas que un hombre jóven, buen mozo y de dinero.

Lanza se encontraba en su elemento, rodeado de una juventud alegre y de mujeres alcaceras; se frotaba las manos empezando á modificar la opinion que habia formado de Montevideo.

Lo único que lamentaba era no tener ninguna relacion con quien conversar y tomar datos sobre mas de una bella que habia flechado.

Pero, ¿á quién iba á dirigirse cuando no hablaba ni una palabra?

Como una de tantos otarios, á la salida del Alcázar se estuvo viendo desfilar las parejas, hasta que no quedó en el teatro un alma.

Carlo Lanza se dirigió entónces al célebre casino de don Bernardo, situado frente al Alcázar, donde habia visto entrar varias parejas.

Y se arrellenó en una mesa, pidiendo tambien algo para cenar.

La vista de la funcion y de las damas, le habia abierto el apetito de una manera formidable.

Generalmente á aquel cafecito acudian las mujeres á la pesca de una invitacion á cenar, hasta que caía el candidato esperado.

Muy poco tardáron en rodearlo tres ó cuatro de aquellas aventureras, que se sentáron á su mesa sin mas preámbulo y pidiéron qué cenar.

A Lanza le tembláron las carnes de desesperacion.

Aquello era una amenaza formidable á su capital ya notablemente disminuido y amenazando dar fondo.