Página:Carlo Lanza - Eduardo Gutierrez.pdf/198

Esta página ha sido validada
— 198 —

Cuando yo llegué, se lo habia hecho saber, pero mi padre no habia dado señales de vida.

Con un doler inexplicable yo creí notar desde entónces que el cariño de Arturo se habia enfriado mucho.

Con diversos pretextos de buscar trabajo y de compromisos con amigos, no solo estaba ausente de casa la mayor parte del dia, sinó que de noche regresaba muy tarde.

Ya no me hacia sus habituales y ardientes cariños y si se acercaba á nuestro hijo era con marcada expresion de disgusto.

Yo lloré en silencio los primeros dias, pero al fin no pude sufrir mas y me quejé á Arturo de su frialdad.

Aquella queja, léjos de hacer un buen efecto en el espíritu de Arturo y obligarlo á reaccionar, pareció por el contrario irritarlo, aunque nada malo me dijo.

—Es necesario que tengas paciencia, me dijo, yo no puedo vivir siempre á costillas de mi padre.

De dia tengo que buscar en qué ocuparme, y de noche es preciso que atienda á los deberes de mis muchas amistades que no puedo echar al diablo.

Aquel modo de responder me dejó helada.

¿Sería aquel hombre un miserable que solo me habia querido por el interés del dinero de mi padre y que dejaba de quererme cuando veía que la gestion de dinero sería inútil?

Esta sospecha aumentó mi desesperacion y no sé de donde saqué fuerzas para conservar el juicio.

Disimulé cuanto me fué posible mi desesperacion, y me entregué por completa al amor de mi hijo, resignándome á sufrir lo que viniera y aceptándolo como justo castigo á mi accion.

Viendo que mi padre nada hacia para acercarse á mí, Arturo resolvió que su padre se acercara á él para gestionar nuestra reconciliacion, con el casamiento impuesto por el estado á que habian llegado las cosas.

Tanto Arturo como su padre, segun pude convencerme despues, habian tomado mi cariño como una especulacion que podia tener para ellos opíparos resultados y era en ese carácter que la seguian con empeño.

Por eso, únicamente por eso estaban empeñados en la reconciliacion con mi padre y se prestaban á tenerme en su casa hasta que ese asunto se resolviera.

Yo entónces estaba inocente de este manejo espantoso, porqué jamás creí que Arturo fuera capaz de semejante cosa.

—¡Qué miserable! exclamó Lanza fingiendo un arranque de indignacion, ¡es la infamia mayor á qué puede descender un hombre! pobre mi vida, ¡ya supongo lo que sufririas con esto!

Luisa enjugó sus lágrimas y bebió á instancias de Lanza otra copa de licor.

Ya estaba en ese estado alcohólico en que se habla con toda ingenuidad sin tratar de ocultar nada ni valerse de subterfugios calculados.

Era este precisamente el estado en que queria verla Lanza,