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—Sigue adelante, le dijo éste, tu relato me interesa de tal modo, que siento crecer de una manera imponderable la inmensa simpatia que hasta tí me ha arrastrado.

Luisa estrechó la mano que amorosamente le tendia el jóven y siguió asi su interrumpido relato:

—No omitiré un solo detalle, por duro que me sea.

Miéntras mas lentamente pasaba el tiempo, era mayor mi deseo de ver llegar el momento de la partida.

Me parecia que alguna desgracia se iba á cruzar por el medio, desgracia que no íbamos á poder evitar.

Aunque mi padre no podia sospecharse lo que pasaba, y su conducta en nada se habia modificado, yo pensaba que todo lo sabia y que en el momento de mi salida se me iba á poner por delante deteniéndome.

La mañana de la partida llegó por fin; yo me levanté mas temprano que nunca, y por pnmera vez de mi vida sentí la necesidad de parecer mas bella.

Me vestí con la mejor ropita que poseia, y me perfumé con los perfumes que Arturo mismo me regalara.

Como si Dios quisiera protejer mi huida, mi padre me dijo que él tenia que salir temprano y que si á hora del almuerzo no estaba en casa, podíamos almorzar no mas, pues él se demoraría algo.

Yo me eché á temblar.

¿Sospecharia mi padre lo que pasaba y aquel no sería mas que un lazo para confiarme mas?

Casi me hizo renunciar á mi propósito el miedo de ser tomada en el delito.

Pero pensé en la desesperacion de Arturo, que podia llevarlo á un extremo fatal y me resolví.

Eché una mirada última á aquella casa donde tanta miseria habia pasado y donde tan feliz habia sido en mis amores y salí precipitadamente á la calle, tomando la direccion que me habia dado Arturo.

Yo iba temblando de miedo.

Me parecia que todos cuantos me miraban conocian mi delito y que mi padre iba á aparecérseme de pronto.

No es posible imaginarse todo lo que yo sufrí en aquellos pocos minutos!

Al volver la calle y á pocos pasos de la esquina, ví la volanta parada.

Por la portezuela asomaba la bella y jovial cabeza de Arturo.

Fué tal la impresion que experimenté, que tuve que agarrarme de la pared para no caer, porque las piernas me tembláron fuertemente.

Al ver que me detenia, Arturo vino hasta mí y me ayudó á llegar á la volanta donde subimos rápidamente.

El cochero, que sin duda ya sabia lo que tenia que hacer, castigó los caballos y partió á escape.

Recien pude respirar con libertad relativa, pues siempre tenia miedo que en el momento menos pensado nos detuvieran la volanta.