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Montevideo, allá en el año 69 y 70, tenia un aspecto bien distinto al de hoy dia.

La ciudad nueva recien empezaba á diseñarse entónces; la casa de gobierno era aquel antiguo covachon del Fuerte que casi hizo volar con su mina aquel bravo Eduardo Beltran, y no se habian levantado los numerosos edificios que la embellecen hoy.

Montevideo acababa de salir de la revolucion de Aparicio, y la ciudad tenia ese aspecto triste y muerto de una ciudad sitiada.

En el Porton, en la Aguada, en la Gallinita y en todas partes existia el rastro de las trincheras y de las balas que habían picado en puertas y paredes.

Los soldados orientales, con esa alegria franca á ellos peculiar, recorrian las calles aún, dando á la ciudad el raro aspecto de un campamento militar.

Aunque la paz se habia hecho, aún quedaban los resentimientos caseros de los enemigos que acababan de medir sus armas, y todo se resentia de este estado de cosas.

El aspecto de la ciudad no era pues muy tentador para el extrangero que recien llegaba á América y que no tenia idea de la manera como aqui nos quebramos las costillas durante un mes para despues estrecharnos las manos durante veinte ó treinta años, para volver despues á rompérnoslas con mas fé y con mas ganas.

En Montevideo sobre todo, esto era muy frecuente entónces, dónde por un quítame allá esas pajas ó por una simple eleccion de alcalde se pegaban cada paliza espantosa que terminaba siempre en una revolucion ó una guerra.

Carlo Lanza habia sido impuesto de este modo de ser de los orientales, pero estaba conforme porqué el Capitan habia concluido sus informes diciéndole:

—Ahora acaban de salir de una sacudida gruesa, en la que se les ha acabado la gana de pelear, porqué se han arrimado duro y parejo.

Probablemente por un par de años no se moverá en Montevideo un paja en son de guerra, y como de todos modos usted no vá á permanecer mas que unos dias, poco le importa lo que haya de suceder despues.

Montevideo estaba pobre entónces, sumamente pobre.

El gobierno pagaba en notas ó soles, que eran descontados por los prestamistas y usureros con un cincuenta y hasta un sesenta por ciento de pérdida.

Y esto se lograba con mucho trabajo y gastando una gran cantidad de saliva con los usureros, pues estos decian que sabe Dios cuando llegarian á cobrar su dinero.

Así la necesidad de dinero se habia hecho sentir fuertemente con gran alegría de los montepieros que vendian su plateja á veces hasta á un ochenta por ciento.

Esta situacion fué mirada por Carlo Lanza con una avaricia imponderable.

Carlo Lanza.
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