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Pero el cochero lo envolvió de un latigazo formidable, y desviando el carruaje para no pisarlo, pasó por su lado con una velocidad prodigiosa.

Lanza quedó aturdido por el golpe y la afrenta, mirando desde el medio de la calle como se alejaba el cupé.

Miró dolorosamente el surco de las ruedas que habia quedado impreso sobre la tierra, y siguió por él, creyendo poder llegar al punto de partida del carruaje.

Cerca de Belgrano se convenció al fin de la inutilidad de la pesquisa.

Las ruedas que habia seguido claramente hasta allí, se confundian con el rastro de otras diez mil ruedas, al extremo de ser imposible seguirlas.

Pero aun le quedaba este nuevo consuelo: Anita debia estar en Belgrano.

Y á Belgrano se dirigió ávido de dar con ella.

Pero ¿qué haria de todos modos si la encontraba, desde que ella se negaria á seguirlo?

Esto, que no habia pensado Lanza anteriormente, lo decidió á volver á su casa, abandonando toda averiguacion.

Con el sueño de la noche anterior, el buen juicio empezaba á aclarar su inteligencia.

Lanza se metió á un hotel y pidió que almorzar.

Pareció que el juicio y el apetito le volvian á un mismo tiempo, pues sentia un hambre de los demonios.

Y al notar que tenia hambre se acordó que hacia dos dias que no probaba bocado de comida.

Una buena comida, con su correspondiente vino, predispone al buen humor y aleja los malos pensamientos, sobre todo los pensamientos tristes.

Así es que á medida que Lanza se iba llenando, iba sintiendo disminuir su tristeza y renacer en su espíritu su alegría habitual.

—¡Qué me importa al fin lo que me ha sucedido! exclamó para sí.

Buenos Aires está lleno de Anitas y no es esto lo que me ha de faltar si yo quiero.

No es pues esto lo que debe preocuparme, sinó el trabajo, encontrar de una vez trabajo bueno y que me encamine á un porvenir seguro.

Si esta maldita no se me hubiera cruzado en el camino, yo tendria ya mi porvenir asegurado, y bien asegurado.

La sociedad de doña Emilia me habría asegurado una fortuna, puesto que la buena vieja se habia enamorado de mí al extremo de entregarme cuanto poseía.

Yo fuí un mentecato en hacer lo que hice, pero ya la cosa no tiene remedio y es inútil pensar en ella; me servirá de leccion y basta.

Todos estos pensamientos de Lanza eran abundantemente rociados de copas, de modo que al poco tiempo el jóven se encontraba en un temple de gran indiferencia.

Permaneció todavia algun tiempo en el café, y á la caida de la tarde emprendió su viaje de regreso á la ciudad.

Carlo Lanza.
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