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Acta de Pío XI

Por esto, Nos, siguiendo con Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno las huellas luminosas de Nuestro Predecesor León XIII de santa memoria, hemos reclamado con toda energía un más equitativo reparto de los bienes de la tierra e indicado los medios más eficaces que deberían devolver la salud y la fuerza al enfermizo cuerpo social, dando tranquilidad y paz a sus dolientes miembros. Porque la irresistible aspiración a alcanzar una conveniente felicidad, aun sobre la tierra, ha sido puesta por el Creador de todas las cosas en el corazón del hombre; y el Cristianismo ha reconocido siempre, y promovido con todo empeño, los justos esfuerzos de la verdadera cultura y del sano progreso para el perfeccionamiento y el desarrollo de la humanidad.

Pero, frente a este odio satánico contra la religión, que recuerda al «misterio de iniquidad» de que habla San Pablo[1], los solos medios humanos y las providencias de los hombres no bastan: y Nosotros, Venerables Hermanos, Nos consideraríamos indignos de Nuestro ministerio apostólico si no tratáramos de señalar a la humanidad los maravillosos misterios de luz que esconden en sí ellos la única fuerza capaz de subyugar las tinieblas. Cuando el Señor, descendiendo de los esplendores del Tabor, devolvió la salud al joven maltratado por el demonio, que sus discípulos no habían podido curar, a la humilde pregunta de éstos: ¿Por qué causa no lo hemos podido nosotros echar?, contestó con las memorables palabras: «Esta especie no se arroja sino mediante la oración y el ayuno»[2]. Pensamos, venerables hermanos, que este divino consejo debe ser aplicado exactamente a los males de nuestros tiempos, que sólo «por medio de la oración y de la penitencia» pueden ser repelidos.

Teniendo presente, pues, nuestra condición de seres esencialmente limitados y absolutamente dependientes del Ser Supremo, recurramos, antes que nada, a la oración. Sabemos por la fe cuál es el poder de la oración humilde, confiada, perseverante; a ninguna otra obra piadosa fueron jamás acordadas por el Omnipotente Señor unas promesas tan amplias y tan universales, como a la oración: «Pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad y os abrirán. Porque todo aquel que pide recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá»[3].

  1. 2 Ts 2,7.
  2. Mt 17,18-20.
  3. Mt 7,7-8.