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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

En la vida pública se pisotean los sagrados principios que eran el sostén de toda convivencia social; se alteran los sólidos fundamentos del derecho y de la lealtad sobre los que debería basarse el Estado, se violan y se cierran las fuentes de aquellas antiguas tradiciones que veían en la fe en Dios y en la fidelidad a su ley las bases más seguras del verdadero progreso de los pueblos.

Además —y es éste el mal más terrible de nuestros tiempos— los enemigos de todo orden social, llámense comunistas o tengan cualquier otro nombre, aprovechando tan gran estrechez económica y tanto desorden moral, eliminado cualquier freno y negado todo vínculo de ley divina o humana, se dedican audazmente a levantar la más encarnizada lucha contra la religión y contra el mismo Dios, desarrollando un diabólico programa para arrancar del corazón de todos, hasta de los niños, todo sentimiento religioso, porque saben perfectamente que, arrancada del corazón de la humanidad la fe en Dios, podrán conseguir todo lo que quieran. Y así vemos hoy lo que jamás se viera en la historia, a saber: desplegadas al viento sin reparo las banderas satánicas de la guerra contra Dios y contra la religión en medio de todos los pueblos y en todas las partes del mundo.

Nunca han faltado los impíos, ni nunca faltaron tampoco los ateos; pero eran relativamente pocos y raros, y no osaban o no creían oportuno descubrir demasiado abiertamente su impío pensamiento, como parece pretender insinuar el mismo inspirado Cantor de los Salmos, cuando exclama: «Dijo el necio en su corazón: Dios no existe»[1]. El impío, el ateo, uno entre muchos, niega a Dios, su Creador, pero solo en lo íntimo de su corazón. En cambio, en nuestro tiempo, este pernicioso error, propagado ampliamente en el pueblo, se insinúa en las mismas escuelas públicas, se manifiesta en los teatros; y para que pueda difundirse aún más sus defensores se valen de los más recientes inventos, del cine, del fonógrafo, de la radio;

  1. Sal 13, 1 y 52, 1.