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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

no encontrarán descanso hasta que la paz, que no puede dar el mundo, descienda del Dador de todo bien, sobre los «hombres de buena voluntad»[1].

«La paz esté con vosotros»[2], fue el saludo pascual del Señor a sus Apóstoles y primeros discípulos; y este saludo de bendición, desde aquellos tiempos primitivos hasta nuestros días, jamás ha faltado en la sagrada liturgia de la Iglesia, y hoy, más que nunca, debe confortar y reanimar los corazones de los hombres oprimidos por las angustias.

Mas a la oración hay que añadir también la penitencia, el espíritu de penitencia y la práctica de la penitencia cristiana. Así nos lo enseña el Divino Maestro que ante todo inculcó precisamente la penitencia: «Comenzó Jesús a predicar y decir: Haced penitencia»[3]. Así nos lo enseña también toda la tradición cristiana, toda la historia de la Iglesia; en las grandes calamidades, en las grandes tribulaciones del Cristianismo, cuando era más urgente la necesidad de la ayuda de Dios, los fieles espontáneamente, o, lo que era más frecuente, siguiendo el ejemplo y la exhortación de sus sagrados Pastores, han echado mano de las dos valiosísimas armas de la vida espiritual: la oración y la penitencia. Por aquel sagrado instinto, del que casi inconscientemente se deja guiar el pueblo cristiano cuando no ha sido extraviado por los sembradores de cizaña y que por otra parte no es otra cosa que aquel «sentimiento de Cristo» de que nos habla el Apóstol[4], los fieles siempre han experimentado en tales casos la necesidad de purificar sus almas del pecado mediante la contrición de corazón, con el sacramento de la reconciliación; y de aplacar la Divina Justicia aun con externas obras de penitencia.

No se nos oculta, lo mismo a vosotros, Venerables Hermanos, que en nuestros días

  1. Lc 2,14.
  2. Jn 20,19 y 26.
  3. Mt 4,17.
  4. I Co 2, 16.