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Acta de Pío XI

en el que no está presente el deseo de vanagloria ni una pretenciosa competencia de una mayor celeridad; y entonces, casi espontáneamente, se restablecerá aquel equilibrio entre el trabajo y el descanso que, con grave daño de la vida física, económica y moral, falta en absoluto a la moderna sociedad. Y si aquellos que por la superproducción industrial han caído en la desocupación y en la miseria, quisieran dar el tiempo conveniente a la oración, el trabajo y la producción volverían bien pronto a sus límites razonables, y la lucha que ahora divide a la humanidad en dos grandes campos de combate por los intereses transitorios, quedaría absorbida en la noble contienda por la adquisición de bienes celestiales y eternos.

En esta forma también se abriría camino a la tan suspirada paz, como muy brillantemente lo señala San Pablo, donde une precisamente el precepto de la oración con los santos deseos de paz y de la salvación de todos los hombres. «Recomiendo, pues, en primer lugar, que se hagan súplicas, oraciones, votos, acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en alto puesto, a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad honestidad. Esto, en efecto, es cosa buena y agradable a los ojos de Dios, Salvador nuestro, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen conocimiento de la verdad»[1].

Pídase la paz para todos los hombres, y especialmente para aquellos que en la sociedad humana tienen las graves responsabilidades del gobierno; ¿cómo podrán dar paz a sus pueblos si no la tienen consigo mismos?, y es precisamente la oración la que según el Apóstol, debe traernos el regalo de la paz; la oración que se dirige al Padre celestial, que es el Padre de todos los hombres; la plegaria que es la expresión común de los sentimientos de familia, de aquella gran familia que se extiende más allá de los confines de cualquier país y de cualquier continente.

Hombres que en toda nación ruegan al mismo Dios por la paz sobre la tierra, no pueden ser al mismo tiempo portadores de discordia entre los pueblos; hombres que se dirigen en su plegaria a la Divina Majestad no pueden fomentar aquel imperialismo nacionalista que de cada pueblo hace su propio Dios: hombres que miran al Dios «de la paz y de la caridad»[2] que a Él recurren por medio de Cristo, que es «nuestra paz»[3],

  1. 1 Tm 2,1-4.
  2. 2 Co 13,11.
  3. Ef 2,14.