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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

«En verdad, en verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá»[1].

¿Y qué motivo más digno de nuestra plegaria, y más relacionado con la persona adorable de Aquél que es el único «mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre»[2], que implorarle la conservación sobre la tierra de la fe en el solo Dios vivo y verdadero? Tal ruego lleva ya en sí una parte de su cumplimiento: porque donde un hombre ruega, allí se une a Dios, y mantiene, por tanto, por decirlo así, sobre la tierra la idea de Dios. El hombre que ruega, con su misma humilde actitud, ya profesa ante el mundo su fe en el Creador y Señor de todas las cosas; al reunirse con los demás en oración común reconoce con ello que no sólo el individuo, sino también la sociedad humana tiene sobre sí, en forma absoluta, un Supremo Señor.

¡Verdaderamente qué agradable es para el cielo y para la tierra, contemplar a Iglesia en oración! Desde siglos, sin interrupción, todo el día y toda la noche, se viene repitiendo sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados; no hay hora del día que no esté santificada por su propia liturgia; no hay un solo período, pequeño o grande de la vida, que no tenga un lugar en el agradecimiento, en la alabanza, en la oración, en la reparación de la plegaria común del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Así la plegaria misma asegura la presencia de Dios entre los hombres, como lo prometió el Divino Redentor: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»[3].

La oración, además, quitará de en medio, precisamente, las mismas causas de las actuales dificultades más arriba por Nosotros indicadas: la insaciable ambición de los bienes terrenales. El hombre que ruega mira hacia arriba, es decir, a los bienes del cielo que medita y desea, todo su ser se hunde en la contemplación del admirable orden creado por Dios,

  1. Jn 16,23.
  2. 1 Tm 2,5.
  3. Mt 18,20.