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rece que miro sus verdes y solitarios bosques, y que resuenan en mis oidos los ecos de una lira. Esta dulce ilusion me transporta á los sitios en que Denham entonó por primera vez sus cantos magestuosos á los dioses campestres, y aquellos en que Cowley con su muerte cesó de encantar sus oidos.

A la vista de las tristes exêquias de este favorito de Apolo, el Támesis bañó sus riberas con lágrimas, los cisnes que habitan sus aguas entonaron su fúnebre canto, y las musas suspendieron sus liras silenciosas á los sauces que cubren sus orillas.

¡Cruel muerte! tú has conde-