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rea queda así infinitamente facilitada, y luego la pereza, esa madre maldecida de tantas ideas frívolas y perniciosas, se encarga de hacer creer á los inocentes que las traducciones en prosa son más fieles, que conservan mejor el pensamiento, etc., etc.

Si todo el secreto del traductor estuviera en verter exactamente los pensamientos del original, su obra sería una obra muerta, y por lo tanto, esencialmente infiel. Pero la poesía no estriba precisamente en los pensamientos en sí, sino en la fuerza y calor con que están sentidos y pensados, y en la belleza artística con que exteriormente se les manifiesta.

El traductor de una obra poética, si ha de estar á la altura de su tarea, lejos de ser un copista, necesita poseer un caudal de inspiración propia y de propio sentimiento, merced a lo cual vuelve á sentir lo que el poeta á quien traduce ha sentido, se entusiasma por lo que á éste entusiasmaba, y encendida su imaginación por las imágenes y las ideas de su autor y por el modo soberbiamente bello con que están expresadas, y conmovidas las más ocultas fibras de su corazón por los dolores y pasiones que han engendrado la obra de arte que interpreta, pónese en íntima consonancia con ella, y llega por fin a decir digna é inspiradamente en su propio idioma lo que fuera ya expresado en lengua extraña.

Así concibo yo al traductor perfecto. Dicho se está que para serlo es de todo punto necesario poseer cualidades poéticas y luchar tenazmente con el original; es necesario también tener verdadero y profundo amor al autor que se traduce, pues sólo así se llegará á dar nervio, brío y calor a la traducción, de modo que parezca nacida naturalmente en el idioma en que se ejecuta.