Despues más baile, pasteles, limonada con vino, un enorme trozo de asado frio, pasteles de picadillo y cerveza abundosamente. Pero lo bueno del sarao fué cuando el músico (ladino como él solo, tenedlo en cuenta,) que sabia muy bien cómo manejarse, condicion por la que ni vosotros ni yo hubiéramos podido criticarle, se puso á declamar: Sir Roberto de Cowerley.
A seguida de esto salió el viejo Feziwig con la señora Feziwig y se colocaron á la cabeza de los bailarines. Esto si que fué trabajo para los ancianos. Debían dirigir veintitres ó veinticuatro parejas, que no admitian chanzas porque eran jóvenes, ansiosos de bailar, y enemigos de ir despacio.
Mas aun cuando hubieran sido en mayor número, el viejo Feziwig era capaz de dirigirlos, así como su esposa. Era su dignísima compañera en toda la extension de la palabra. Si esto no es un elogio, que se me indique otro y lo aprovecharé. Las pantorrillas de Feziwig eran como dos astros; eran como medias lunas que se multiplicaban para todas las operaciones del baile. Aparecian, desaparecian, reaparecian de cada vez mejor. Cuando el anciano Feziwig y su señora hubieron ejecutado el rigodon completo, él hacía cabriolas con una ligereza pasmosa, y al terminarlas se quedaba tieso como una I sobre los piés.